
Miedo a envejecer
Envejecer es inevitable, lo reafirmo más adelante.
El tercer capítulo de mi podcast versa sobre la certeza más terrible del ser humano: envejecer.
“Venir viejo”, como le decimos en Argentina.
Desconozco los modismos nuestramericanos para referirse a la posibilidad más realizable de cualquier persona, que es cumplir años.
Ver pasar los días en el calendario como si hubiera alguna estratagema que lo pueda frenar, ralentizar.
Detener.
Envejecer es inevitable; angustiarse también.
Hubo períodos en los que mi semblante se componía de frases espirituosas y motivadoras.

Parecía un entrenador de algún equipo amateur.
Ese espíritu progresista e idealista que se va lavando, se va desdibujando cuando las cuentas que hay que pagar se hacen cada vez más insostenibles, muchas veces fruto de nuestra propia ambición.
Por aquel entonces -no es relevante remarcar fechas en particular- esquivaba con tesón los temas que de verdad importan.
Año tras año, nuevas canas he de peinar.
Mis tópicos se encasillan a sí mismos, el entorno se regodea encontrando puntos en común, la queja se convierte en la moneda de cambio.
La angustia toca la puerta porque todo se pone más denso.
Seguramente habrán escuchado “nombrar” el concepto de sublimación, en su acepción relativa al psicoanálisis.
No me voy a enroscar en tecnicismos, porque para responder preguntas de cuestionario se ha inventado Internet.
Pero es, básicamente, lo que hice cuando escribí el guión del tercer “Descatálogo”, intitulado “Y todavía sopla”.
Viejo es el viento, viejos son los trapos, viejo me estoy poniendo yo a cada minuto que se suicida (salud, Ricardo).
Y todavía sopla
Subestimamos a los viejos casi sistemáticamente, casi sin querer.
Lo pienso bastante seguido porque mis papás y mi mamá se van poniendo más grandes.
Creo que, en cierto sentido, me acerco a ellos porque he confirmado que el reloj también corre para mí.
Me pongo más viejo, entonces demando un respeto que hace un tiempo no sabía que existía.
La edad adquiere una nueva dimensión.
Deja de ser un cantito, una foto y una torta.
Es más parecido al orgullo por la resistencia.
Por eso la irreverencia del adolescente me acicata cuando me doy cuenta que probablemente ya sea demasiado tarde para pedir perdón por lo que se dijo, porque las heridas son lerdas para curarse pero muy veloces para presentarse.
Gabriel García Márquez, en Cien Años de Soledad, cuenta lo siguiente:
“Su buen propósito fue frustrado por la inquebrantable intransigencia de Rebeca, que había necesitado muchos años de sufrimiento y miseria para conquistar los privilegios de la soledad, y no estaba dispuesta a renunciar a ellos a cambio de una vejez perturbada por los falsos encantos de la misericordia”.
Cien años de soledad, imprescindible de la literatura latinoamericana.
Cada vez que cumplo años, por el mero capricho de un calendario que ya me da lo mismo, me acerco un poco más a ese sintagma que ha quedado tan desvencijado como las chapas del baldío lindante a mi departamento.
Me refiero a “tercera edad”.
Ha caído en desgracia…
Decir “tercera edad” es querer encapsular un concepto para después venderlo a través de publicidad de remedios.
Digamos que… es un público.
Considero que la raíz de la subestimación radica en que nosotros, los clientes, adoptamos esa mirada errónea de los ancianos y sólo podemos asociarlos con la fragilidad y la ternura.
¿Te gustaría leer este artículo mientras escuchas el capítulo? Hacelo desde acá.
Pero hay toda una bitácora detrás de los anteojos.
Ahora bien: ¿cuántas veces nos detenemos en este agobiante mandato de trabajar, consumir, disfrutar, viajar?
Pocas.
Estoy convenciéndome de que los infinitivos van cambiando.
Quiero elegir: acompañar, preguntar, permitir, condonar, entender.
Porque así de caprichosos son los viejos que se encargan de mudar los prejuicios.
Dicen que es la sabiduría.