Metas físicas
Peeero nooo! Mirá si te voy a cobrar PLATA!
En un mundo donde todo se paga y se cobra, donde todo se compra y se vende -proceso que se repite ad infinitum– te propongo frenar y leer esta pelotudez que escribí recién*
Es insoportable. A ver… no sé si insoportable es la palabra adecuada. En
detrimento, podría decir que es… irritante. Ahí está. Es, mejor dicho, irritante.
Ya sé lo que estás pensando, vos me conocés bien, Noelia.
Se me hace difícil, ¿podés entender? Yo hago el esfuerzo para cambiar, pero ni así
me sale. Y no es una obsesión. Si bien tengo muchas, muchísimas te diría, no es
una obsesión ni un ensañamiento. A esta altura de la relación que supimos edificar
–como te gusta decir a vos- deberías saber que si las cosas fueran de otra manera,
te lo confesaría. Así sin más, te lo diría sin vueltas, sin rodeos, sin chistar.
Vamos a hacer una tregua. Vamos a convenir en que no es una obsesión, sino
“exceso de observación”. ¿Lo rotulamos así? Me gusta ese título, bien marketinero.
Se puede explicar, la gente quiere que le expliquen. Sufro ese mal que nos aqueja
a quienes prestamos demasiada atención. Vivir en estado de alerta y, muchas
veces, interpretar erróneamente señales que ni siquiera son para uno. Es jodido.
No te quiero marear, sé que te cuesta seguirme el rastro cuando me pongo
introspectivo. No revolees los ojos, por favor. Mirá si seré observador que, aun sin
verte, infiero con certeza lo que estás haciendo mientras te relato mi miseria.
Pero nunca respondes. Bueno, en cierta forma sí, pero los monosílabos y las
preguntas retóricas me estresan, es decir, no sé si puedo catalogar como
respuesta hecha y derecha algo que se parece más a un regate, a una conciliación
obligatoria.
¿Dónde estaba? Ah, sí, ya me acordé. Entonces yo estoy llegando a la esquina y
¡pum! Un auto. O una moto. O una bicicleta. No importa qué vehículo sea el que
esté circulando en ese instante, justo cuando voy a cruzar la calle, no me dejes
divagar. A ese encuentro está ligada mi irritación. Es así tal cual te lo estoy
contando, Noe: cada vez que llego a una intersección, alguien está viniendo.
Ponete en mi lugar. Imaginá que es de día, soleado, a la hora de la siesta, los
pájaros en las ramas haciendo bulla, los quejidos tradicionales de las casas bajas
revolcándose en el eco lejano del encierro… ¿me seguís? Y vos ahí, caminando lo
más pancha, disfrutando de las veredas a medio hacer, gozando una tranquilidad
idílica, percibiendo la tracción del oxígeno entrando por la nariz –refrescando los
conductos vacíos- y saliendo por la boca –porque así es como hay que respirar-
(perdón si te guiño el ojo, aunque no me veas) y, de pronto, para arruinar esa
escenografía soñada, cuando te dispones a cruzar la calle para acceder a la otra
cuadra –¿notas la acción inofensiva que estoy planteando?- aparece un algo o un
alguien acelerado dispuesto a arruinarte el camino a vos y el fin de semana a tus
parientes…
Es irritante, ¿verdad?
No te rías. Seguro que te estás riendo. La verdad es que no soporto que hagas eso,
Noelia, que minimices todo como si fuera sencillo. ¡Qué lindo cuadro colgaste! A
esa pared le faltaba un adorno… ¿Caravaggio?
A veces recapacito y asumo mis errores. Me siento bien cuando eso sucede.
Porque sucede, no es algo que ejerza conscientemente, al menos no del todo. Es
como si dejara que mi cabeza descanse unos minutos. Un estado de relajación
para no culparme por caminar despacio, aunque enseguida vuelvan las
recriminaciones.
Yo sé que te ubiqué en un escenario ideal y que estoy alterando los hechos para
que jueguen a mi favor, lo reconozco, pero no podés negar que estos agitadores al
volante desconocen todo tipo de reglamento: ni siestas pueblerinas ni
optimismos letales resisten ante la imprudencia de los apurados.
Uf… ¡qué difícil es este ejercicio que me propusiste la semana pasada! ¿O fue la
anterior? No sé, no viene al caso, y tampoco hace falta que actives ese semblante
compresivo. Soy un mal alumno, pero esto de respirar en varias etapas… Noelia,
me estás obligando a analizar cómo respiro. Eso es un proceso automático que
hace el cuerpo ¿sabías? Me hiciste exaltar. Por lo general, a esto de los autos y que
no frenen y que uno tenga que rodearlos por detrás para no perder el ritmo o para
no llegar tarde o por simple acto justiciero, lo pienso nada más. Nunca lo enuncio.
No me jacto. No me gusta que me vean angustiado y menos me gusta que se
burlen de mí cuando les explico que siempre hay alguien llegando a la esquina al
mismo que tiempo que yo.
Es ley. Es metafísica. Hace un par de semanas me corrigieron, me explicaron que
la metafísica es como una filosofía, pero peor. ¿Cómo se dice cuando algo no se
puede ver ni tocar? Bueno, no importa, no me interrumpas que justo se me vino a
la cabeza esto que te iba a contar antes…
¡Ah! Me dijeron de todo, que era un exagerado y que esto de lo que me estoy
quejando –aunque no lo considero una queja- siempre va a pasar, y va a
desmejorar, porque las estadísticas no mienten. Todos hablan como si supieran.
Yo creo que tienen razón, pero no se los digo. ¡Es que me enoja tanto que no lo
entiendan! ¿Acaso no les pasa? Tal vez sí, pero no lo quieren admitir.
Te pido perdón. Hoy no puedo hablar de otra cosa. Para serte sincero, tenía en
mente hacerte una pregunta sobre un sueño que tuve, o más bien una pesadilla,
que me hizo saltar de la cama hace unos días. No recuerdo bien qué era. Según
investigué, no podemos recordar más que los últimos diez segundos de lo que se
estuvo soñando justo antes de despertar.
¿Alguna vez te pasó? ¿Esto de soñar algo que después, en el día, te resulta súper
interesante, pero está incompleto? Nunca resulta positivo el esfuerzo que
hacemos por traer esas imágenes a nuestra cabeza. Por eso me parece raro que,
habiendo tantas cosas en las que los seres humanos coincidimos, nadie perciba
ese capricho del universo de imponernos un freno a los transeúntes en cada
esquina porque está por pasar un auto.
Noelia, decime la verdad… ¿estás aburrida? Esperá un segundo… listo, ya está, ya
lo apagué. Me sonó un recordatorio en el celular. Disculpá, ¿de qué estábamos
hablando? Lo que pasa es que si me olvido de esta pastilla el dolor no se me va,
entonces la tomo religiosamente cuando corresponde. ¿Me alcanzás un vaso de
agua? Dale, te espero, mientras te sigo contando: esta mañana hablé con mi
hermano, me dijo que el seguro va a reconocer los gastos de la operación y lo que
cuesten todos los demás trámites, por suerte. Dice que está confirmado, que en el
informe sale que yo no tuve la culpa, que el tipo que manejaba el auto estaba
enviando una nota de voz por WhatsApp, venía distraído y –gracias- … Mmmm,
¡rica el agua! ¿La sacaste de la canilla? Acá no es muy buena. Allá en el pueblo mis
viejos siguen tomando de la canilla.
Pero la puta madre… qué feo cuando te imaginás algo y en tu cabeza sale
perfecto, para que después la realidad te atropelle como me pasó a mí. Uno viene
despistado, muchas veces desprevenido, pensando en otras cosas, las manos en
los bolsillos, el mentón alzado al cielo, qué sé yo. Lo que quiero decir es que yo
todo el tiempo que me pasé formulando esta idea de la metafísica acerca de los
autos que llegan a la esquina en simultáneo con los que vamos de a pie por la
acera, no sirvió de nada. Me cagó una simple definición de diccionario, una
interpretación, una convención. Encontraron una falencia en mi relato y algo de
razón tienen, aunque no se las quiera dar.
¡Pará! ¡Perdón! Me acordé de lo que soñé el jueves. Creo que era jueves porque…
Sí, era jueves porque Emilio – ¿lo conoces a Emilio, un amigo mío?- ofrece un
descuento con la tarjeta en su restorán, “Copa del Rey”. Fanático del fútbol
español y del vino, el hombre. Entonces fue el jueves, se ve que comí mucho,
“como un desgraciado” diría mi papá. Tendría que llamarlo. Desde el día del
accidente que no lo veo. Bah, ese día tampoco lo vi, sé que mi hermano los fue a
buscar al pueblo y vinieron a visitarme, pasaron, saludaron, comparecieron
lastimosamente –todo según las enfermeras- y se fueron. Están grandes y la
humedad los aniquila, acá es tremendo el clima.
El jueves tuve este sueño, una locura toda la parafernalia que le agregamos al
relato orínico posterior… ¿se dice así? No, onírico, se dice. Así está bien. Linda
palabra esa. Como metafísica, pero ninguna de las dos me sirve.
Había salido con Julia, ¿te acordás de Julia? Charlamos, por Facebook, en cuatro
ocasiones distintas, de forma muy impersonal, como si estuviésemos apurados
por algo más importante, lo deduzco fácilmente por la cantidad grosera de faltas
de ortografía que ambos esgrimimos. “Le voy a dar una chance”, pensé, y la invité a
salir. Fuimos al restorán de Emilio, previa llamada para reservar la mejor mesa, la
que según todos los comensales que frecuentan el lugar es “la más romántica”. Es
comida fusión peruano-japonesa desde hace un par de meses, aunque a Emilio
siempre le gustó la comida picante proveniente de India. Sobre todo, el plan se
sospechaba perfecto porque era jueves y, además del porcentaje de descuento
que me da mi tarjeta de crédito, Emilio me cobra la mitad o poco más de la mitad.
Me hace rebajas, digamos.
En esta situación ideal que te estoy describiendo, Noelia, no voy a dejar lugar para
los detalles calamitosos. Simplemente quiero destacar cuán en las antípodas nos
hallábamos al comienzo de la velada: después de ubicarnos en la mesa (luego de
mi intento fallido de caballerosidad, se trabó la pata de la silla con la alfombra y
casi tiro a Julia al suelo), llamé al camarero y le pedí un muy buen vino blanco, lo
caté y le sirvió a Julia, que lo cortó en seco mientras decía “no, no, no” –repetidas
veces-“agua, por favor”.
No contento con el accionar torpe de mi acompañante, decidí comportarme como
un verdadero sir: hablamos de su trabajo en el jardín de infantes, yo le conté sobre
mi presentación ante ese gran cliente, aunque no le pude especificar fechas,
nombres, motivos.
Su gesto nefasto frente a la carta del lugar era, cuanto menos, preocupante. A ver,
Noe, ¿cómo reaccionarías vos? Te llevan a un comedor de primer nivel y te dan la
posibilidad de elegir el mejor plato, las mejores guarniciones… ¿y ponés esa cara
de amarga? No sé, creo que me contuve de forma adecuada. Yo avizoré al mozo en
las mesas contiguas, le chisté y ordené pollo tanduri, un extra de salsa curry, una
panera con variedad de formas y sabores para complementar; Julia deslizó la
carta sobre su costado derecho (precavida, quitó en primer lugar la servilleta que
yacía debajo) y dijo, sin ton ni son: “una milanesa de pollo con papas fritas y puré
de calabaza”. Qué excéntrica, me dije a mí mismo.
Te dije que no me iba a ir por las ramas. La cuestión es que congeniamos, ella
predispuesta a contar su historia, yo hambriento y por ende callado. Fui buen
oyente, Noelia, ¿no me reclamabas que mejore mis habilidades de diálogo?
Cuando opto por el vino blanco me sube escepticismo. Julia tiene buen cuerpo,
estimo que una de las razones es porque toma mucha agua, pero no me gustan
sus orejas, las tiene bastante separadas de la cabeza. Sostuve en demasía la
mirada y la recorrí lo suficiente como para que me lo recrimine con un ademán
contrariado, al tiempo que intentaba contarme cómo su mejor amiga había
vendido un cachorro de pug por internet.
Sin embargo, hubo momentos ¿sabés? Miradas. A veces extendía mi mano para
acariciarle el codo, pero ella se rehusaba al contacto físico. Julia es tímida, a
pesar de que pudimos charlar sin inconvenientes sobre propaganda política, París
como destino clásico de lunas de miel o el estilo de Sábato, que por predecible no
deja de ser cautivante.
Algo de mí la aterró, sus gestos escondían algún tipo de miedo. Mi perseverancia
en la tarea de demostrar que puedo ser un buen anfitrión, la asustó. La espantó.
Julia acomodó sus cosas y se levantó para ir al baño, sin dejar lugar a que yo pueda
exhibir mi preocupación caballeril. Hacía mucho calor dentro del recinto, ya te
comenté lo mucho que admira Emilio a la cultura hindú y, bueno, allá hace calor,
de hecho. Él comulga con tal idiosincrasia y pretende mimetizarse al extremo. Se
le complica con el asunto de las vacas sagradas, su corte favorito es el vacío y no
lo puede dejar.
Sí, ya sé, Noe, cuesta enfocarme. Debe ser la medicación, a pesar de que me digas
que este “déficit de atención”, sí, hice las comillas con los dedos, viene de antes
del accidente.
Yo la vi levantarse de la mesa con rapidez y un poco atolondrada, me costó
seguirle los movimientos. Estampó sus rodillas en el borde de la mesa de madera,
que sobresale un poquito.
Emilio privilegia el gusto de los amantes y es sabido que esa gente prefiere la
intimidad al escándalo, lo minimalista a lo ostentoso. El parqué es de color oscuro,
las luces tenues, los cuadros impresionistas de colores pastel, la música de fondo
instrumental y prácticamente inexistente. Las mesas son mesitas, bien bajitas y
estrechas, para que los enamorados puedan incorporarse, recostarse en los
platos soperos y darse piquitos en arrebatos de extrema pasión, amedrentada por
el sojuzgamiento visual de turno.
A Julia, en definitiva, se le dificultó la salida. Estaba vestida con un pantalón de
jean holgado y un suéter extenso que le cubría la retaguardia, birlando mi acto
reflejo y frustrando los instintos más viriles del salón curioso.
La cosa es que el baño estaba lejos, “tan lejos que se debe haber perdido” pensé yo
casi tomándome el pelo, para distraerme tal vez de la soledad inminente. Ante su
sorpresiva demora, me quedé sentado, transpirada la frente y las muñecas.
Me quedé sentado hasta que Emilio me hizo señas desde la barra, mientras
lustraba por dentro un vaso que antes habrá contenido algún trago espirituoso. Me
hizo que “no” con la cabeza, en un movimiento lento, pero preciso, y bajó los
párpados con solemnidad. Pude interpretar, sin mucha dificultad, que como buen
amigo había mandado hacer inteligencia y en el baño de mujeres no encontraron a
ninguna parecida a la que me acompañaba. Yo me enojé, me enojé mucho.
Mascullé insultos de telenovela y maldije al clima, al reloj de números romanos, a
Trump, a Pentecostés.
Fui capaz de disimular mi ira por unos minutos. No quería que los otros clientes,
inmersos en el acto retórico-amoroso previo al roce de los cuerpos, se percataran
de mi desgracia. Me acerqué a Emilio, que me miraba con compasión. Le hice un
gesto con la palma de la mano derecha hacia abajo, los cuatro dedos juntos
excluyendo al pulgar, le pedí calma y sobriedad. Estiré el plástico, lo pasó por un
aparato para cobrar, firmé lo que había que firmar. Finalmente, estreché su mano
que me devolvía un apretón fraternal. Resbaló sobre la última sacudida y quedé
libre para lanzarme a la aventura.
Salí disparado del local dispuesto a recuperarla, incluso a escuchar una excusa
bien elaborada. No voy a discutir quién sufre más, si el que deja o el que es dejado.
Hice lo que pude para respirar bien, Noelia, pero no lo logré. Estaba agitadísimo
por la carrera y preocupado por la desdicha de otra posible Navidad solitaria.
Cuando mis ojos percibieron su espalda finita, en su andar nervioso, su mirada
convulsionando hacia los costados, aceleré el paso.
¿Cuánto tiempo me queda? Desde que se me rompió el reloj ando desorientado,
aclaro que también tenía brújula. Era completo. Lo había heredado de algún
bisabuelo o tatarabuelo que nunca conocí. No se hacen más relojes así.
¿Reparaste en mi forma de hablar? Tomá nota, Noelia, no te distraigas,
comportate. Te traje un libro de regalo, lo dejé en la mesa de entrada.
Cuando la tuve a menos de cinco metros, le chiflé suavecito y cortito. Le dije:
“Julia, ¿adónde vas?”, al mismo tiempo que aflojaba el paso y esquivaba charcos y
baldosas flojas. Ella se desconcertó, naturalmente. Mi tono de voz era extraño y mi
respiración entrecortada; mi argumento, escaso. No alcanzó a darse vuelta del
todo, me miró de refilón y se echó a correr. Gritó “¡Salí de acá!” y todos a su
alrededor detuvieron por medio segundo sus rutinas, después siguieron
encerrados en sus celulares y sus maletines con combinación de seguridad.
Vos sabés que no soy un tipo intolerante ni violento, hoy lo recuerdo y me
desconozco, no me gusta esa parte tan salvaje a la que apelé para hacerme de su
amor. Sin embargo, como ya te imaginarás (es notable tu perspicacia y tu sentido
de oportunidad para tragar saliva) no sirvió de nada todo el despliegue de mi
masculinidad al trote.
Cuando me quise acordar ya estaba en la mitad del pavimento, aún muy lejos de
ella que seguía clamando comprensión, supongo. Ya estaba en el meridiano del
asfalto. Siempre me sonó a algo que está en el medio, “meridiano”. El diccionario
asocia la palabra hasta con la siesta; no me importa, para mi relato encaja
fenomenal y después contáselo a quien quieras. Alcancé a mirar a mi izquierda en
la avenida y recuerdo haber suspirado aliviado, porque en educación vial no hay
quien me venza. Pero el destino es cruel y, cuando creía haber superado el escollo
del entuerto que provoca el paroxismo, desde mi derecha sentí el impacto y
después no sentí nada más. Es irritante. Alguien tiene que hacer algo, no sé quién,
pero lo tiene que hacer ya.
No te preocupes, yo sé que no me chocaron el jueves. Creo que la medicación me
hace mezclar los acontecimientos. Me mareo cuando pienso demasiado y me
apasiono.
¿Qué curioso, no? Como a uno lo pueden cambiar tanto los remedios que hasta se
olvida de sus hábitos. ¿Es la hora? Estuvo bueno hoy, ¿no? ¿Te aburriste?
Acordate, te regalé un libro. Ya te lo deben haber guardado con tus cosas. ¿Me
puedo ir? Bueno, Noelia, muchas gracias. Si la ves a Julia decile que le mando
saludos y que me perdone, que no la quise asustar.
Gracias.